La paciente me llegó cuando un colega, dueño de la clínica donde recientemente había empezado en trabajar en esta ciudad, me la derivó; un poco por la especialidad que entonces ejercía; otro para facturar, y en tercer lugar para –creo yo- probarme cómo cirujano. Aunque en verdad, no tenía autoridad académica sobre mí; y cómo profesional, solamente la que le otorgaba la experiencia de su mayor edad. Igualmente, la conducta del colega se ajustaba bastante a los usos y costumbres del medio. De unos cincuenta y tantos años, un metro ochenta y complexión robusta, el tano tenía fama de ser inquieto y muy temperamental, sanguíneo diría. Por esto le decían el zapatilla loca. Además, al poco tiempo descubrí que le gustaba mucho la guita y que, en los negocios, a pesar de lo que siempre pregonaba sobre que ambos teníamos que ganar, en nuestra relación siempre ganaba él, amparado por su posición de poder. Los que veníamos desde lejos buscando mejores condiciones donde desarrollar nuestra profesión, y habiendo realizado una “gran movida” para trasladarnos al sur del mundo; una vez arribados e instalados, nos quedaban pocas alternativas, debiendo aceptar las condiciones leoninas impuestas por los dueños del lugar.
Micaela, mujer de 60 años, fue internada en el Policlínico porque llevaba días con pérdidas intestinales de sangre, debido a una rectitis actínica causada por la radioterapia que recibió un año antes por cáncer de cuello uterino. Aunque el estado general era satisfactorio, el sangrado la había llevado a la deshidratación y anemia por las pequeñas ─pero persistentes─ pérdidas.
Si bien asumí la responsabilidad del caso, la magnitud del mismo hizo que con mi colega llevásemos un seguimiento conjunto. Viendo el estado inflamatorio de su recto y que la hemorragia no cedía con el tratamiento conservador, antes que la paciente se deteriorara más, decidí operarla. El propósito era extirpar el tramo de intestino irradiado y reemplazarlo con intestino sano mediante una unión que se llama anastomosis.
Sería una operación prolongada y compleja, la mayor que me había tocado desde mi arribo a la Patagonia, siendo una de las más complicadas de mi carrera cómo cirujano. A la postre, este caso ─y todo lo que lo rodeó─ fue el germen que comenzó a minar mi seguridad y suficiencia cómo cirujano para el resto de los próximos diez años en este medio hostil.
La operación arrancó cerca de las 7.30, después del preparativo pre quirúrgico y la anestesia general. Transcurrida la primera hora, descubrí que el estado del recto era tan friable ─débil y pastoso─, que una sutura en el órgano, más temprano que tarde terminaría fracasando. De manera que sobre la marcha, determiné realizar la extirpación completa del recto afectado por la irradiación, abocando el intestino remanente al exterior como ano contra natura.
A pesar de la magnitud, la operación resultó exitosa, la paciente cursó un post operatorio normal y después de pocos días de internación, le otorgué el alta con indicación de ciertos cuidados en domicilio y controles por consultorio.
Quince días después, doña Micaela concurrió a la clínica ─acompañada de su hija, como siempre─ con un marcado deterioro de su estado general, presentando cierto estado de confusión. Por supuesto, procedí a internarla y aplicar medidas de sostén. El cuadro me desorientaba, aunque por los síntomas sospechaba una sepsis, es decir, un estado de contaminación bacteriana de la sangre provocado por un foco infeccioso, que, aunque en aquel momento no sabía exactamente donde se ubicaba, podía sospecharlo dada la cirugía reciente. Así las cosas, el cuadro anunciaba malos presagios. Se mantuvo internada cuarenta y ocho horas sin obtener ninguna pista para presumir una causa probable.
Estando de guardia, a la sazón, en un servicio de ambulancias, en una de las salidas ─de las múltiples que hacíamos─, al final de la tarde me comunicaron por radio que la paciente Ibáñez fue trasladada al Hospital público de la ciudad por decisión del director de la clínica, quién, ante el desmejoramiento progresivo de la paciente, determinó que ese centro no disponía de complejidad para continuar asistiéndola allí (situación bastante frecuente en las instituciones privadas de salud de Santa Cruz y en la Argentina). Me dirigí al hospital, donde me comunicaron que por orden de otra profesional fue nuevamente trasladada, esta vez al Hospital Militar. A punto de finalizar mi turno en las ambulancias, opté por regresar a la central y visitar a la paciente desde mi casa, situada en el barrio frente al hospital castrense.
Al arribar a este centro ─privado también─, encontré a Micaela Ibáñez internada en Terapia Intensiva, en estado de shock, inconsciente y próxima a ser colocada bajo asistencia respiratoria mecánica. El médico terapista comentó que pensaban en sepsis, de origen no muy claro pero que a juzgar por un par de radiografías de tórax en las que se veía claramente la existencia de un catéter que se dirigía desde el cuello ─en el vena yugular─ al corazón; lo más probable es que la causa del estado infeccioso avanzado estuviese relacionada con la acción contaminante del catéter, pues llevaba inserto demasiado tiempo. A esto en Medicina se le conoce como oblito (olvido). El mensaje implícito, era que nos habíamos olvidado de retirar el catéter cuando la paciente se fue de alta, veinte días atrás.
Siendo así, cómo médico estaba literalmente frito desde el punto de vista judicial. En mi historia cómo cirujano, viví momentos de tensión extrema ante situaciones imprevistas en las que el tiempo no te concede indulgencia para resolver. Y esa noche, con las radiografías frente a mí, se me heló la sangre y la angustia me invadió cómo nunca antes en mi carrera. Era tarde, cualquier intervención de la índole que fuera en aquel momento, con el ánimo que cargaba, no hubiese conducido a buen puerto. Sabiendo que la paciente estaba a buen resguardo, opte por ir a descansar y al día siguiente, con mi mente más despejada, tomar mejores decisiones. El razonamiento, que en condiciones regulares sería lógico, en aquella circunstancia particular fue absolutamente infructuoso, pues no me encontraba en condiciones regulares. Por supuesto, no pegué los párpados en toda la noche a pesar de la agotadora tarde en aquellas ambulancias infernales.
A la mañana siguiente, antes que comenzara la revista de sala en Terapia Intensiva, me había apersonado por el Hospital Militar. Debo decir que, a pesar de mi condición de médico y responsable por la enferma, el centro era totalmente ajeno a mi ámbito de trabajo y además, ciertamente competitivo con la clínica donde me desenvolvía por entonces, donde se entremezclaban intereses ─mezquinos─ entre los propietarios de cada una de las Instituciones; intereses que, obviamente, nada tenían que ver con el de los pacientes, y mucho menos con el de Micaela Ibáñez y conmigo. Es indescriptible el estado de tensión, angustia y presión que sentía sobre mis espaldas en aquellos momentos, intentando buscar ─siendo yo un desconocido en el medio─ una contención emocional y profesional que me ayudara a llevar adelante una conducta médica de salvataje para beneficio de la paciente; como suele suceder en instituciones organizadas, como en las que yo me había educado.
Decidí reintervenirla quirúrgicamente con el fin de explorar su cuello y extraer aquel catéter que me condenaría a una demanda y por otro lado (más importante aún), al probable deceso de Micaela Ibáñez. Con la ayuda del Urólogo del Hospital Militar, el único colega que se dignó acompañarme, bajo anestesia local revise meticulosamente la región de la vena yugular sin hallar rastro alguno de aquel cuerpo extraño, tan claramente documentado en las radiografías.
La paciente falleció durante las siguientes veinticuatro horas sin que pudiéramos determinar la causa que dio origen a la cascada de acontecimientos. Siempre me quedó la incertidumbre si todo aquello no fue armado para incriminarme, o al colega del otro Centro Médico donde operamos a la paciente por primera vez, quién se encontraba en la mira de muchos colegas e instituciones del medio, por diferentes razones. Creo que no me demandaron gracias a la buena relación mantenida con los familiares y a mi buena disposición a seguir el caso hasta las últimas consecuencias, como efectivamente ocurrió.
Intentando recordar la secuencia de acciones que desarrollé durante el tratamiento de la paciente, jamás (hasta el día de hoy) logré focalizar el momento en que la canalicé para colocarle una vía con catéter, aunque pudiese haberla realizado dada la complejidad del caso. Quizá fue colocada por el anestesista durante la operación para mejorar la administración de fluidos; no lo sé. Tampoco recuerdo si le repetimos las radiografías. Era tan profunda mi turbación durante aquellas horas que tal vez por ver el bosque no hubiese visto el árbol.
Todos, incluso el médico que me derivó la paciente, desaparecieron, como corresponde cuando el barco se hunde.
De algo estoy seguro. Después de aquella experiencia, la cirugía se convirtió, de una pasión enriquecedora personal puesta al servicio del paciente, en un acto laboral de subsistencia realizado a la defensiva del público en general, de los colegas, de los abogados, tal vez de mí mismo.
De “Anecdotario… ecos de la memoria” (2018)
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